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27 de outubro de 2020

Con la crisis, ¿ha llegado el momento de Keynes (de nuevo)?

 

Funciona como una máquina bien engrasada: con cada crisis, la figura de Keynes regresa. Y algunos ya están preocupados imaginando a Bercy (sede del Ministerio de Hacienda francés, NT) en manos de los seguidores del economista inglés. Pero el keynesianismo es un movimiento más complejo de lo que a menudo pensamos ...

https://www.mediapart.fr/journal/france/131020/avec-la-crise-l-heure-de-keynes-t-elle-encore-sonne

(...) A menudo lo olvidamos, pero el neoliberalismo también es producto de esta escuela keynesiana. Esto no debe resultar sorprendente, en la medida que el neoliberalismo práctico se inscribe en un tradicional uso del estado al servicio del capital. Además, las políticas monetarias llevadas a cabo desde la crisis de 2008 se basan asimismo en una visión keynesiana: la bajada del tipo de interés debería impulsar la demanda(...)

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El término «keynesiano» se está convirtiendo en un desafío para las próximas batallas electorales: permitiría reivindicar acciones contra una derecha encerrada en sus obsesiones por reducir la deuda pública y poner un pie en la izquierda reclamando un «estado protector». Sin embargo, lo más significativo es que el gobierno actual no reclama el adjetivo «keynesiano». Deja un poco que la idea se difunda insistiendo en su acción frente a la crisis, como el dispositivo creado de actividad parcial  en el «cueste lo que cueste» del mes de marzo de Emmanuel Macron o incluso en una utilización más allá de lo razonable del término  «estímulo». El uso no es neutro, es un vocabulario keynesiano por excelencia que el ejecutivo utiliza mucho: un «plan de estímulo» llamado France Relance y un ministerio que se ve a sí mismo conectado con el mismo término.

Pero más allá de esta ambigüedad, ¿la acción del gobierno se inscribe realmente en el ámbito del keynesianismo? Todo depende, por supuesto, de lo que se quiera decir con ese término. Su uso más frecuente es, sin duda, también el menos justo. Si, efectivamente, se trata de describir «el estímulo presupuestario y la intervención del estado», como dice el artículo de Le Monde, entonces todos los gobiernos del planeta, o casi, parecen haberse convertido en «keynesianos». De hecho, todos ellos, ante las consecuencias de la crisis sanitaria, activaron incentivos estatales para evitar lo peor. Esto es cierto en Francia, pero también en Estados Unidos, Reino Unido, China o Rusia. En todas partes llueven miles de millones y los estados están interviniendo para tratar de salvar un sistema de mercado moribundo.

Pero, ¿es éste un rasgo típicamente «keynesiano»? Sin duda, John Maynard Keynes (1883-1946) criticó duramente lo que llamó «el punto de vista del Tesoro», que consistió en los primeros días de la crisis de 1929 en aferrarse a la ortodoxia financiera y al patrón oro. Uno de los pilares de su pensamiento es el rechazo a la austeridad presupuestaria en tiempos de bajo empleo. Para él, en caso de crisis, cualquier gasto público es bueno. En su obra principal, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicada en 1936, explica que incluso enterrar los billetes en minas abandonadas y dejar que las empresas vayan a buscarlos sería mejor para el empleo que no hacer nada. Pero como subraya Pascal Combemale en su Introduction á Keynes (colección «Repère», La Découverte, reedición 2010), esta posición se debe principalmente a una situación particular; que es la «subsidiariedad contextual». En el contexto de la pandemia, esto es lo que se ha hecho: con la economía privada paralizada, el estado ha ocupado su lugar.

Aunque reducir el pensamiento de Keynes a «estímulo fiscal» e «intervención estatal» es un triple atajo. El primer atajo es que nadie esperó a Keynes para defender la intervención estatal en la economía. En el siglo II de nuestra era, el historiador griego Plutarco atribuye al estratega ateniense Pericles la defensa de una política «keynesiana»: «Ahora que la ciudad está suficientemente dotada de lo necesario para la guerra, es necesario que utilice sus recursos en obras que, tras su finalización, le otorgarán fama inmortal y que, durante su ejecución, mantendrán el bienestar en ella porque darán nacimiento a industrias de todo tipo y necesidades variadas que [...] proporcionarán sueldos a casi toda la población» (Traducción de la versión francesa: Vie de Périclès, 12.3, Editions Bouquins). Ésta es una definición muy clara del «multiplicador» fiscal.

Por lo demás, el uso del estado para responder a una crisis profunda, esta «subsidiariedad contextual» y el uso del presupuesto para dinamizar la economía son rasgos presentes a lo largo de toda la historia del capitalismo. Durante la Revolución de 1848, Francia tuvo un momento en el que el estado jugó un papel clave bastante parecido al que tiene hoy, sin que los muy ortodoxos gobernantes de la época tuvieran la sensación de traicionar sus ideas. En 1878, en respuesta a la derrota de 1871 y la crisis mundial de 1873, el «plan Freycinet» preveía inversiones masivas en infraestructuras. De hecho, toda la política económica del siglo XIX en Francia se basa en esta idea de subsidiariedad. La monarquía de julio amplió continuamente su déficit en un intento por compensar las deficiencias de la industria francesa. En 1842, tuvo que comprometerse a financiar la construcción de las líneas ferroviarias para que los capitalistas franceses accedieran a explotarlas.

Incluso la respuesta estatal a la crisis de 1929 se debió más a las circunstancias que a la influencia del economista de Cambridge. En 1931, la crisis bancaria obligó al Reino Unido a abandonar el patrón oro y la política de austeridad. En 1933, fue el fracaso de la «política de la oferta» de Herbert Hoover y el aumento de las tensiones sociales lo que llevó a Franklin Delano Roosevelt a lanzar el New Deal, sin ninguna inspiración keynesiana. Además, en junio de 1934, cuando el presidente de Estados Unidos se reunió con Keynes, ¡admitió que no había entendido nada del discurso de este último!

En última instancia, la elección de los gobiernos en el momento del estallido de la pandemia no fue entre el keynesianismo y la ortodoxia, sino entre el caos económico y social y la preservación de la cohesión social. Son opciones políticas, mucho más que la aplicación de teorías económicas. Incluso si, como se verá, esta elección está en el corazón del pensamiento de Keynes.

¿Qué es el keynesianismo?

El segundo atajo es creer que Keynes centró su mensaje en un estado todopoderoso y que se oponía a los partidarios «ortodoxos» de un estado reducido. Ahora bien -y para ello basta leer el título completo de la Teoría general- el corazón del pensamiento keynesiano reside en el uso del dinero y la tasa de interés para lograr el pleno empleo, mucho más que a través del uso de instrumentos presupuestarios. Keynes no defiende el déficit presupuestario por principio y le preocupan los problemas de la deuda pública. Su posición es incluso la de mantener un equilibrio presupuestario para el gasto público «operativo» o de funcionamiento y un déficit para el gasto público de inversión, en la medida en que el rendimiento de estas inversiones compensará este déficit en el futuro. Una vez más, éste no es el aspecto más original de su trabajo. Ya en 1838 en Les Employés, Balzac hizo decir a Célestine Rabourdin que «la misión de un ministerio de hacienda es tirar el dinero por las ventanas, para que vuelva a entrar por los sótanos». Pero este personaje es mucho más «keynesiano» en el sentido de Le Monde que el propio Keynes. Pero, francamente, el economista inglés no está muy interesado en cuestiones de intervención estatal y finanzas públicas.

La identificación de Keynes con el intervencionismo es principalmente el producto de sus críticos libertarios como Hayek, quien vio en los pensamientos del inglés un camino hacia el socialismo. Pero Keynes pone al emprendedor, sus expectativas, sus incertidumbres y sus ansiedades, en el centro de su pensamiento. Precisamente porque cree que la ortodoxia está llevando a la ruina a la economía capitalista se propone socavar sus fundamentos teóricos. El desafío es, por tanto, defender esta economía que, para él, es la base de la democracia y la civilización. El estado ciertamente tiene un papel que desempeñar en esta lucha, pero no es un papel central en el sentido en el que incluso lo entienden los socialdemócratas suecos. De hecho, durante toda su vida, Keynes estuvo más cerca de los liberales británicos que de los laboristas.

Como señala Geoff Mann en su libro sobre Keynes, del que hablaremos, In The Long Run We Are All Dead (Verso, 2017, sin traducir ni al francés ni al español), «se considera el estado del bienestar, los estabilizadores automáticos o las políticas fiscales los fundamentos del keynesianismo a pesar de que están casi completamente ausentes no solo de la Teoría general, sino también de todo el trabajo de Keynes». El economista de Cambridge ciertamente no es el padre de una forma de economía mixta que indudablemente lo hubiera asustado más que seducido. Tras su muerte, hubo una lectura «socialdemócrata» algo forzada de Keynes, que sin duda se explica por el abandono gradual del marxismo por esta corriente política que encontró en la misma un punto de unión con su reformismo y su aceptación del capitalismo. Pero eso no significa que esta lectura del keynesianismo sea más justa.

El tercer atajo es considerar el «keynesianismo» como un todo. Nada es más incorrecto teóricamente. El pensamiento de John Maynard Keynes es complejo y tiene muchas facetas. Pascal Combemale cree incluso, en el trabajo ya citado, que «no es posible a priori decir de una política económica que sea keynesiana». Además, incluso durante la vida de Keynes, las interpretaciones de su trabajo fueron muy numerosas y divergentes. Finalmente, ocurre lo mismo con Keynes que con Marx que, en una carta a Engels, tenía esta sublime frase: «En todo caso, lo que sé es que no soy marxista.»

En general, podemos citar dos grandes escuelas de pensamiento que afirman ser keynesianas. La primera se denomina «poskeynesiana» y se basará en la lectura de Joan Robinson, Nicholas Kaldor o Hyman Minsky. Una presentación de ella se puede encontrar en un video de 2018, con motivo del lanzamiento de su trabajo de síntesis, L’Économie post-keynésienne, publicado en Le Seuil (no traducido al español). Esta escuela insiste en un elemento central del pensamiento de Keynes, las expectativas, y ve un punto de unión con otras ciencias humanas. Se coloca abiertamente en el campo heterodoxo y descansa en una visión más activa del papel del estado ya que, precisamente, la incertidumbre radical descrita por Keynes y las situaciones de equilibrio con bajo empleo llevan a los agentes privados a no poder cumplir su función de forma sostenible. En este contexto, la acción presupuestaria debe apoyar permanentemente a la economía, en particular a través de políticas sociales. Algunos postkeynesianos, de cuyos postulados se deriva en parte la Teoría Monetaria Moderna, popular en Estados Unidos, defienden así una «garantía de empleo».

Pero esta escuela está en total oposición a otra, también derivada de Keynes, que se llama «neokeynesiana». Esta escuela se basa en la modelización matemática de la obra de Keynes a través de dos famosas relaciones matemáticas. Primero, la curva IS/LM de Alvin Hansen y John Hicks en 1937, que intenta diseñar el equilibrio entre la demanda y el tipo de interés de acuerdo con la situación en los mercados de bienes y dinero. Luego, la curva de Phillips, creada en 1958 por el neozelandés William Phillips, que establece una correlación directa entre el crecimiento de los salarios y el crecimiento del desempleo.

Estas dos curvas pretenden ser interpretaciones de la Teoría general, pero ignoran en gran medida la incertidumbre radical y, por esto, meten el pensamiento de Keynes en la ortodoxia y lo acercan a la idea del equilibrio general neoclásico, teorizado por Léon Walras a finales del siglo XIX. «La curva de Philips cierra la brecha entre el keynesianismo y los neoclásicos», explica François Geerolf, economista de la Universidad de California en Los Ángeles. En consecuencia, Paul Samuelson (premio del Banco de Suecia en 1970) emprenderá, en los años 1960, la construcción de una «síntesis» entre clasicismo y keynesianismo donde las «ecuaciones keynesianas» se integren en un modelo de equilibrio general.

Cuando llegó la crisis de los setenta, que provocó un fuerte cuestionamiento de la intervención directa del Estado, los «nuevos keynesianos», entre ellos el francés Olivier Blanchard o el estadounidense Greg Mankiw, retomarían esta síntesis en los años noventa y la amplificarían. Aceptan los fundamentos de la ortodoxia económica: la existencia de una tasa natural de desempleo, mercados eficientes, el predominio de los problemas de oferta y la igualdad entre deuda pública y deuda privada. Pero introducen desviaciones a corto plazo que deben ser abordadas por la política monetaria y, si es necesario, por la política fiscal. Aquí reencontramos la «subsidiariedad contextual», pero ubicada en el contexto de un equilibrio general. Por tanto, para reducir las fricciones, estas acciones deben ir acompañadas de «políticas estructurales» que acerquen la economía a las condiciones de equilibrio general.

En otras palabras, los neokeynesianos son parte del cuerpo teórico del neoliberalismo. Es su «consenso» (nuevo nombre para la Síntesis de Samuelson) lo que ha estado en el corazón de la educación económica y ha formado a generaciones de funcionarios y políticos. A menudo lo olvidamos, pero el neoliberalismo también es producto de esta escuela keynesiana. Esto no debe resultar sorprendente, en la medida que el neoliberalismo práctico se inscribe en un tradicional uso del estado al servicio del capital. Además, las políticas monetarias llevadas a cabo desde la crisis de 2008 se basan asimismo en una visión keynesiana: la bajada del tipo de interés debería impulsar la demanda. Según François Geerolf, «el entorno del gobierno está formado principalmente por estos nuevos keynesianos». Por tanto, no tendría nada de excepcional considerar que el actual gobierno francés es efectivamente «keynesiano», aunque en realidad sea «neokeynesiano», lo que lo aleja considerablemente, ciertamente, de la definición planteada por Le Monde.

Keynesianismo sin Keynes

Sin embargo, este «neokeynesianismo» más o menos activo plantea numerosos problemas. Porque si nos apoyamos en los fundamentos del trabajo de Keynes, entonces parece muy difícil identificar alguna relación con la política gubernamental actual. Por supuesto, como hemos visto, la acción anticíclica de emergencia, en particular el dispositivo de actividad parcial como sustituto de los salarios privados, corresponde a la visión de Keynes de la subsidiariedad Es en este tema, entre otros, en el que el neokeynesiano Olivier Blanchard felicitó calurosamente al gobierno. Pero se ha visto también que éste no constituía el núcleo de su pensamiento. La «revolución keynesiana», como afirmó el propio economista en una carta a Irving Fisher en 1935, descansa en otros elementos.

En primer lugar, la importancia dada a la demanda en relación con la oferta. El pensamiento de Keynes parte de su crítica frontal de la «ley de Say», llamada «ley de los mercados». Esta ley fue resumida por el economista de Cambridge en un aforismo, «la oferta crea la demanda», que no aparece en el texto de su creador, el economista liberal francés Jean-Baptiste Say. Este último afirma, sin embargo, que no puede haber una crisis de sobreproducción generalizada en la economía. Las sobreproducciones sectoriales son un reflejo de la subproducción en otros sectores. Esto es lógico si se considera que los ingresos son solo el producto de producciones pasadas. Para tener ingresos hay que producir. Si tenemos sobreproducción en un momento dado, es porque los ingresos se han destinado a algún otro tipo de oferta. Por tanto, debemos apoyar sobre todo la oferta que, adaptándose, generará ingresos adicionales.

La «ley de Say» es la base de las políticas económicas del siglo XIX, incluidas las políticas intervencionistas que se han descrito y que son, en su mayor parte, políticas de oferta. Es también la de nuestro tiempo y en particular de nuestro gobierno, que sigue insistiendo, como Bruno Le Maire en marzo de 2018, «que hay que crear riqueza antes de redistribuirla». ¿Ha cambiado esto con la crisis actual? En realidad no, ya que el gobierno pretende llevar a cabo una «política de oferta» y dedicar la mayor parte de su «plan de recuperación» en apoyar a las empresas para mejorar su competitividad y su adaptación a la transición ecológica. Es, stricto sensu, la aplicación de la «ley de Say» revisitada bajo la forma moderna y atractiva de «destrucción creadora».

Sin embargo John Maynard Keynes pasó una parte esencial de su carrera luchando contra esta visión. Para él, el determinante del empleo es la «demanda efectiva», concepto central que se basa en las expectativas de demanda de los empresarios que se traducen en inversiones. Por supuesto, la inversión es la clave del empleo, tanto para Keynes como para Bruno Le Maire, pero para este último, la decisión de invertir se ve obstaculizada por restricciones regulatorias o de financiación. Por tanto, debemos ayudar a financiar las empresas para que produzcan y creen empleo. En la visión de Keynes, las empresas no invertirán, incluso si pueden hacerlo financieramente, si no esperan una demanda suficiente para obtener ganancias futuras. El papel de las autoridades públicas es, por tanto, asegurar, a través de la política presupuestaria o monetaria, estas expectativas.

Por tanto, el enfoque del gobierno francés se opone en gran medida al de Keynes. Se centra en el beneficio inmediato de las empresas, especialmente con la bajada de impuestos sobre la producción, mientras que Keynes está interesado en las ganancias futuras. La prioridad del gobierno es financiar las empresas y dejar que las empresas decidan sobre su financiación. Pero hoy nos encontramos en una situación que Keynes describe como la «trampa de la liquidez»: el tipo de interés es tan bajo que ya no afecta a la inversión. Entonces, el problema no es la financiación de las empresas, de lo contrario los bancos centrales habrían impulsado en gran medida la demanda, sino que lo son las perspectivas de la demanda. Este es precisamente el momento en que el estado debe invertir masiva y directamente. Lo que no hace el «plan de recuperación»

La consecuencia de la visión gubernamental es que, para salir de la crisis, se deben recortar los salarios. Emmanuel Macron defiende una política de competitividad y «moderación salarial», expresión que utilizó (ante la indiferencia general) el 14 de julio, y que se vio reforzada por el mantenimiento de los «acuerdos de rendimiento colectivo» previstos por las ordenanzas de 2017 y por los «acuerdos de actividad parcial de larga duración» lanzados este otoño. Estos dos acuerdos permiten a las empresas obtener reducciones directas o indirectas de la retribución (aumentando la jornada laboral) a cambio de mantener un determinado volumen de empleo. El gobierno considera que estas medidas «sostienen la demanda» ya que evitan la pérdida de puestos de trabajo. Pero no evitan las pérdidas en el salario.

Sin embargo, en la década de 1930, este debate sobre la cuestión de los salarios situó a Keynes frente a su adversario «ortodoxo» Arthur Cecil Pigou. Este último defendió la idea, ahora retomada en el Palacio del Elíseo y en Bercy, de que es la falta de flexibilidad salarial a la baja lo que impediría a las empresas ajustarse a sus mercados y deprimiría la actividad. Para él, la negativa de los empleados a bajar sus salarios era contraproducente porque como los precios también se ajustarían a la baja, su poder adquisitivo seguiría siendo el mismo. En el capítulo 2 de La Teoría general, Keynes combate esta idea de manera frontal. Para él, el ajuste salarial a la baja empuja a la economía a una espiral recesiva: conduce a un menor consumo que reduce las expectativas y, por tanto, la inversión. En resumen, el beneficio esperado se convierte en un desastre. François Geerolf subraya cómo la «obsesión del gobierno por la competitividad y de imitación de Alemania reduciendo los costes del trabajo» está muy lejos de la visión de Keynes.

Finalmente, el tercer gran punto de divergencia entre la política gubernamental y la base del pensamiento keynesiano: el ahorro. Dado que Keynes rechaza la Ley de Say, considera que la producción no es un requisito previo para el consumo y la inversión. Por lo tanto, no es necesario ahorrar para invertir. Por el contrario, es la inversión, dice Keynes, que, al generar ingresos adicionales, genera ahorro. Esto solo es posible porque Keynes asume que la economía moderna es una «economía de producción monetaria». En otras palabras, es posible crear dinero para financiar inversiones sin necesidad de un ahorro previo. Por supuesto, esto solo se puede hacer con el abandono de las «reliquias bárbaras» que son el oro y la plata como base del dinero.

A priori, se podría considerar que el gobierno sigue esa lógica: de hecho, está vertiendo miles de millones de euros en la economía. Bruno Le Maire por otra parte afirma torpemente que «la deuda es inversión». Pero no es lo que sucede. No es la deuda lo que es inversión, es el uso que se hace de ella. Desde una perspectiva keynesiana, deberíamos utilizar la deuda para una reactivación rápida y fuerte, mediante la inversión pública y el apoyo al consumo. El gobierno pretende pagar la deuda «mediante el crecimiento», pero este crecimiento vendrá de los subsidios a las empresas y la moderación salarial. Y, como precisó el ministro de Economía y Finanzas en la Asamblea Nacional el 12 de octubre, este reembolso se hará «también» mediante «reformas y economía de gastos».

En términos keynesianos, es una admisión del fracaso de la estrategia del gobierno: el gasto no será «rentable» y no permitirá saldar la deuda. Por tanto, el gobierno promete austeridad bajo los señuelos pseudo-seductores de la «buena gestión». Pero en medio de una crisis de salud, ésta es una forma de suicidio ya que el efecto sobre la demanda efectiva solo puede ser desastroso. Más aún, dado que la deuda se amortizará de aquí a 2042. Por lo tanto, vamos a pagar el capital incluso con los tipos de interés cercanos a cero. El esfuerzo promete ser gravoso para la población. La promesa del gobierno es la austeridad, sea cual sea la situación del empleo.

Podría haber otra solución, que Keynes evoca: la imposición al ahorro corriente, que es una barrera a la demanda y no un incentivo para invertir. Esto sería aún más justo dado que Keynes sabía que la propensión marginal a consumir era mayor entre los pobres y que los ahorros están en manos de los más ricos. Por tanto, sería necesario redistribuir.

Y es aquí donde el aspecto no keynesiano del gobierno es más evidente. Su apego a la reforma tributaria de 2018, con la abolición del ISF sobre el patrimonio mobiliario y el «impuesto único» sobre la renta del capital (llamado PFU), prueba que, para él, «el ahorro precede a la inversión.». Bruno Le Maire dijo con toda sinceridad el 12 de octubre: «Me opondré a cualquier impuesto sobre los ahorros franceses». Existe, pues, la idea en la que se basa la «derrama» de que el ahorro de los más ricos recaerá sobre la población en forma de empleo. A pesar de que las pruebas de lo contrario no dejan de multiplicarse

Nada más ajeno a la visión de Keynes que, por supuesto, considera este ahorro, en tiempos de «trampa de liquidez», nefasta para la actividad. Él fue uno de los primeros, y este es el corazón de la «revolución keynesiana», en identificar el exceso de ahorro como un problema. En la Teoría general explica: «Un acto de ahorro individual significa, por así decirlo, una decisión de no cenar hoy. Pero no necesariamente implica la decisión de cenar o comprar un par de zapatos dentro de una semana o dentro de un año, o consumir un artículo específico en una fecha determinada. Por lo tanto, tiene un efecto deprimente sobre la industria interesada en cocinar la cena de hoy sin estimular ninguna de las industrias que están trabajando para satisfacer un acto de consumo futuro». Esta es la negación de toda la estrategia económica del gobierno.

El gobierno es, por tanto, en la práctica, muy poco «keynesiano». Y nada es más erróneo que juzgar su «keynesianismo» por el nivel de deuda o déficit. Como señala François Geerolf, «la deuda no es una buena medida de una política keynesiana porque puede ser fruto de la elección de recortes de impuestos para los más ricos sin efecto sobre la demanda». Se recordará que la deuda pública se ha disparado en la mayoría de países del mundo con el neoliberalismo y que Ronald Reagan y Margaret Thatcher gobernaron con grandes déficits públicos. «Los estados emiten deuda para aumentar los ingresos de los más ricos que compran deuda pública en lugar de invertir; esto es keynesianismo pero solo para ricos», resume. En resumen, Bruno Le Maire apenas ha «cambiado» como cree Le Monde. Su keynesianismo minimalista no es sólido.

¿El eterno retorno al mismo Keynes?

 Quede entonces entendido que si el gobierno es keynesiano, lo es solo en su versión neoliberal. ¿Pero no es esto ya un avance frente a la crisis? ¿No es más relevante responder en el corto plazo al colapso de la economía que, al aplicar una perspectiva clásica, dejar que la economía se ajuste desde abajo? En un editorial de mediados de septiembre, Les Echos estimó que, gracias a las lecciones de la crisis de 2008, la respuesta a la recesión actual había sido mejor, sobre todo mediante la aplicación del llamado instrumento de tiempo parcial. La idea, es que a partir de ahora, por una especie de ley de la experiencia, el neokeynesianismo, con su exigencia de respuesta a corto plazo sobre la demanda, ha pasado a ser la «nueva normalidad»

La gran fuerza del neoliberalismo radica en la multiplicidad de sus fuentes: neoclásica, libertaria, schumpeteriana y neokeynesiana. Así podemos desplegar argumentos adaptados a cada situación para mantener un orden social basado en la prioridad que se le da al capital. El neokeynesianismo tiene esta función en tiempos de crisis y no es casualidad que durante varios años el economista ortodoxo más destacado de nuestro tiempo haya sido Olivier Blanchard, líder de esta escuela. Su discurso se ha orientado cada vez más hacia la necesidad de utilizar la herramienta presupuestaria, en particular para las inversiones, manteniendo la exigencia de «reformas estructurales» y, por tanto, de una política de sometimiento del trabajo al capital. Pero recordaremos que en 2010, cuando estalló la crisis de la deuda griega, el mismo Olivier Blanchard, entonces economista jefe del FMI, apostó por la política de austeridad en Grecia, justificándola a pesar de sus propias conclusiones. Aquí tenemos el ejemplo mismo de esta plasticidad del neoliberalismo, capaz de justificar todo y su contrario, pero siempre con el mismo objetivo.

Por tanto esta nueva normalidad no es tan sorprendente. De hecho, Keynes es una especie de figura recurrente en la historia del capitalismo, que con cada crisis sistémica regresa con fuerza al pensamiento económico. En 2008 y 2009, los titulares de la prensa económica no tardaron en redescubrir a Keynes. Algunos políticos, como Nicolas Sarkozy, se sumaron brevemente. En lo profundo del abismo capitalista siempre está Keynes como la figura del salvador.

Esta es la lectura más amplia del keynesianismo de Geoff Mann en su libro anteriormente citado. Para él, el «keynesianismo» no es una aplicación de La Teoría general ni siquiera una escuela económica, es un deseo de salvaguardar la «civilización» dentro del capitalismo, aunque la tendencia natural de este último es el caos. «Las mayores amenazas para el orden social al que los keynesianos están ligados son precisamente los productos de este orden», en palabras de Geoff Mann. Y este deseo de equilibrio recorre la historia del capitalismo desde la Revolución Francesa hasta Thomas Piketty. «El keynesianismo de Hegel, Keynes y Piketty es menos el proyecto de salvar al capitalismo del comunismo que de proteger a la civilización burguesa moderna del desorden y el caos […] a donde, piensan ellos, se dirige inevitablemente», explica Geoff Mann.

Además, en una entrevista concedida en 2019 a Mediapart, el economista estadounidense Joseph Stiglitz, ganador del premio del Banco de Suecia de 2001 por su trabajo neokeynesiano y cada vez más crítico con esta escuela, afirmó querer «salvar al capitalismo de sí mismo.». El keynesianismo logra esta acción a través de su «realismo», es decir, teniendo en cuenta la restricción humana real, empírica, que se opone a las ecuaciones bien engrasadas pero a menudo fantasmagóricas y morales de los ortodoxos. El diálogo protagonizado por Balzac entre la realista Célestine Rabourdin y su marido, buen gestor empresarial, en Los empleados, recorre toda la historia capitalista.

Es esta apuesta «civilizatoria» la que explica por qué los capitalistas más alérgicos al estado vienen, en el corazón de estas crisis, a exigir la acción de este último y  que explica por tanto que Keynes, de hecho, no inventó la «subsidiariedad contextual», aunque ésta se ha aplicado en varias ocasiones cuando el orden social ha sido amenazado. Por este motivo, el keynesianismo aparece, contrariamente a su imagen, como conservadurismo. Pero ese sería un conservadurismo social inteligente que sabe que tiene que lidiar con el contexto, aceptando concesiones sociales para preservar el precario orden del capital. No cabe duda de que por ello los socialdemócratas que a mediados del siglo XX rechazaron el marxismo y aceptaron el orden burgués adoptaron el keynesianismo como una doctrina cuasi oficial.

La pregunta que surge hoy es, por tanto, si este retorno, que regularmente insufla nueva vida al orden del capital, sigue siendo necesario en la era del estancamiento secular y el cambio climático. La política del gobierno francés muestra que el enfoque puramente neokeynesiano es, en cualquier caso, a pesar de su popularidad actual, bastante poco adecuado para enfrentar estos desafíos. François Geerolf también subraya cómo la famosa «curva de Phillips» ya no es efectiva en la realidad. Por no hablar, por supuesto, de la obsesión por la competitividad y la «derrama» que ha llevado al mundo a encontrarse con una demanda permanentemente débil. Incluso algunas grandes figuras del «consenso neokeynesiano» como Larry Summers o Joseph Stiglitz se están alejando gradualmente de esta visión. Ésta fue ya la conclusión a la que llegó en 1968 el economista sueco Axel Leijonhufvud en su famoso libro On Keynesian Economics and the Economics of Keynes, en el que resaltaba el callejón sin salida de la lectura de Keynes por Hicks y Samuelson. Al querer reducir a Keynes a ecuaciones, esta escuela ha reducido su fuerza, su relación con la realidad. Ahora está pagando el precio.

¿Ha llegado el momento de recurrir a los poskeynesianos? Estas escuelas, porque hay muchas, proponen el mantenimiento del orden capitalista, pero van mucho más allá en la búsqueda del equilibrio necesario para ese mantenimiento. Se fortalece el aspecto de justicia social, se fortalece el papel del poder público, se enfatizan más los derechos del mundo laboral. Todo esto, obviamente, queda sujeto a la perspectiva del beneficio, piedra angular del capitalismo. Pero los poskeynesianos creen que esta producción de beneficio solo puede tener lugar dentro de las restricciones de un orden social más justo y, en adelante, del cambio climático. Esta es la razón por la que el proyecto estadounidense de «Green New Deal» se está construyendo en torno a este pensamiento.

Por lo tanto, si está lo suficientemente preparado para los desafíos actuales, un regreso a Keynes puede ser un claro cambio de juego para el neoliberalismo. Permite poner límites a la mercantilización de la naturaleza y los individuos, y sumarse a las preocupaciones de, por ejemplo, Karl Polanyi. En muchos proyectos poskeynesianos, parte de las necesidades quedan excluidas del imperativo del mercado, incluso para quienes defienden la garantía del empleo (aunque éste no es el caso de todos), el trabajo. Pero la pregunta sigue siendo si esta estrategia es sostenible frente al imperativo continuo de beneficios impuesto por el capitalismo. La respuesta poskeynesiana es positiva: el capitalismo, para sobrevivir, debe aceptar estas limitaciones que son, de hecho, oportunidades. Pero la crisis de los setenta mostró claramente los límites de esta visión, ya planteada por ciertos marxistas heterodoxos en los sesenta.

Ante la emergencia actual, la respuesta keynesiana puede ser útil. La necesidad de invertir masivamente en salud, de redistribuir, de crear las bases técnicas para enfrentar el cambio climático, son temas que el poskeynesianismo permite abordar. Sin embargo, estas respuestas sólo podrían ser una forma de transición hacia una nueva organización donde el imperativo del mercado ya no sea una prioridad, y que estaría centrada en dar respuesta a necesidades sociales determinadas colectivamente. Hoy, la defensa del orden burgués, que es la función del keynesianismo, puede jugar un papel contra el neoliberalismo destructivo y su apresurada carrera. Pero, a más o menos largo plazo, el keynesianismo acabará poniendo en peligro lo que ha construido. Al final, esta es la lección del eterno retorno keynesiano: si Keynes debe regresar, puede ser porque el capitalismo necesita hacerse a un lado para reanudar su expansión. Las exigencias medioambientales esta vez requerirán que el keynesiano Sísifo detenga su marcha.

En otras palabras, la pregunta central es si el keynesianismo actual será, para utilizar los escenarios de hegemonía política futura aquí descritos, la clave para una nueva socialdemocracia o una bifurcación ecosocialista.


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