Os direitos do homem na hipocrisia americana
https://www.youtube.com/watch?v=f5bmbYHDBmg&t=81s
“The Mauritanian,” directed by Kevin Macdonald, is the first feature film to dramatize how the war on terror became a war in court.
As a sociologist of law and a journalist, I have spent the past two decades researching and writing about the kinds of legal battles the film accurately portrays. My research has included 13 trips to observe military commission trials at the U.S. Navy base at Guantanamo Bay, Cuba.
-------- En castelhano
Um filme reaviva el debate sobre la tortura de los detenidos en Guantánamo
“El mauritano», dirigida por Kevin Macdonald, es el primer largometraje que escenifica cómo la guerra contra el terror se convirtió en una guerra en los tribunales.
Como socióloga del derecho y periodista, he pasado las últimas dos décadas investigando y escribiendo sobre los tipos de batallas legales que la película retrata con precisión. Mi investigación ha incluido 13 viajes para observar los juicios de las comisiones militares en la base naval de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, Cuba.
La película está protagonizada por Tahar Rahim, que interpreta a un mauritano llamado Mohamedou Ould Slahi que es capturado y retenido en el centro de detención de Guantánamo, un lugar donde se ha enviado a muchos presuntos terroristas. Jodie Foster y Shailene Woodley interpretan a Nancy Hollander y Teri Duncan, las abogadas de Slahi. Benedict Cumberbatch interpreta al teniente coronel Stuart Couch, a quien se asignó la tarea de enjuiciar el caso de Slahi.
Hollander es, en la vida real, una de entre los cientos de abogados que entrevisté para mi próximo libro “The War in Court: The Inside Story of the Fight against Torture in the War on Terror”, de University of California Press [“Guerra en los tribunales: la historia interna de la lucha contra la tortura en la guerra contra el terrorismo”. Este libro describe el trabajo de los abogados que se enfrentaron al gobierno de Estados Unidos por el programa de torturas posterior al 11 de septiembre y de cómo, contra todo pronóstico, ganaron algunas batallas clave y cambiaron la forma en que Estados Unidos libraba la guerra contra el terrorismo.
Desafiando la detención secreta
En noviembre de 2001, después de los acontecimientos del 11 de septiembre, la administración del presidente George W. Bush emitió una orden en virtud de la cual se inició un proceso por el que las personas sospechosas de tener vínculos con el terrorismo serían detenidas, encarceladas y potencialmente juzgadas. Todo esto no iba a seguir el proceso habitual, por el que los juicios se celebran ante un tribunal federal, sino en un nuevo sistema de comisiones militares.
En diciembre la base naval de Guantánamo fue designada como lugar principal para la detención a largo plazo e interrogatorio de los hombres que fueran sospechosos de tener vínculos con el terrorismo. Los prisioneros capturados en Afganistán y otros lugares comenzaron a llegar allí el 11 de enero de 2002.
La razón por la que se eligió Guantánamo fue porque estaba bajo el control total del ejército, relativamente cerca del continente, aunque fuera de Estados Unidos y, por lo tanto, al margen del alcance de los tribunales estadounidenses, o eso fue lo que asumió la administración Bush.
El objetivo que se perseguía era que, al no hallarse los detenidos en territorio estadounidense, no tuvieran derecho legal a solicitar una orden de hábeas corpus. Este principio es una protección centenaria contra el encarcelamiento ilegal y una piedra angular del Estado de derecho. Permite a un preso afirmar que está cautivo ilegalmente y exigir que el gobierno demuestre ante un juez que hay motivos para seguir reteniéndolo.
Casi todo lo relacionado con los detenidos pasó a considerarse secreto, incluidos sus nombres y el hecho mismo de que estaban bajo custodia de Estados Unidos. Sin embargo, en febrero de 2002, el Center for Constitutional Rights, una organización jurídica de izquierdas, se asoció con dos abogados de pena de muerte, Joseph Margulies y Clive Stafford Smith, para presentar una petición de hábeas en un tribunal federal en nombre de varios detenidos que se sabía que se encontraban en Guantánamo.
Esa demanda exigía que el gobierno de Estados Unidos explicara por qué retenía a esos hombres. Fue el pistoletazo de salida de lo que se convertiría en una guerra en los tribunales. En junio de 2004, la Corte Suprema dictaminó que los prisioneros de Guantánamo tenían, en efecto, derecho de hábeas.
Ese mismo mes vio la publicación de una serie de memorandos del Departamento de Justicia y directivas políticas del Pentágono que exponían el hecho de que la Casa Blanca había autorizado la tortura de sospechosos de terrorismo, incluidos los detenidos en Guantánamo. Juntos, el fallo y los documentos, que se conocieron como “memorandos de tortura”, impulsaron a varios abogados a ofrecerse como voluntarios para representar a los detenidos de Guantánamo. Su trabajo consistió en buscar información para desafiar la base presentada por el gobierno para detener a sus clientes, incluida la evidencia de que habían sido torturados bajo custodia.
Presunto culpable
Cuando se emitió el fallo del Tribunal Supremo, Slahi era uno de los detenidos más “valiosos” de Guantánamo. Había sido arrestado en Mauritania en noviembre de 2001 a petición del gobierno de los Estados Unidos, bajo la sospecha de que había reclutado a Marwan al-Shehhi, uno de los secuestradores del vuelo 175 de United, el segundo de los dos aviones que chocó contra el World Trade Center en ciudad de Nueva York el 11 de septiembre.
Slahi fue entregado a la CIA y luego enviado a Jordania, donde las autoridades jordanas lo interrogaron brutalmente durante siete meses al servicio de la investigación global estadounidense sobre el 11 de septiembre. En julio de 2002, la CIA lo envió a la prisión de Bagram en Afganistán antes de trasladarlo a Guantánamo el mes siguiente.
El caso de Slahi fue uno de los primeros enjuiciados bajo el sistema de comisiones militares, que permite a los fiscales utilizar pruebas que nunca se permitirían en los tribunales de Estados Unidos, incluidas confesiones obtenidas bajo coacción y prestando oídos a habladurías y rumores.
Couch, el fiscal, estaba personalmente vinculado al caso de Slahi porque era amigo cercano del piloto del avión que había secuestrado al-Shehhi. Le dijeron que Slahi había confesado todo aquello de lo que se le acusaba. Couch insistió en examinar él mismo las pruebas.
No iba a gustarle lo que encontró.
Aprendiendo sucios secretos
Cuando la abogada Hollander conoció a Slahi en 2005, sabía muy poco sobre él o de su caso, y dispuso de muy escasas oportunidades para persuadirlo de que firmara un documento que la autorizara a representarlo. Su reunión, al igual que las conversaciones de otros detenidos con sus abogados, tuvo lugar en las mismas salas de Guantánamo donde se interrogaba a los presos, repletas de dispositivos de vigilancia.
Slahi, que había aprendido inglés por sí mismo mientras estaba detenido, aceptó la ayuda de Hollander y comenzó a escribirle unas largas cartas explicando qué le había sucedido, aunque, como aprenderá la audiencia de la película, no todo.
Hollander, incluso como abogada de Slahi, tuvo que luchar contra el gobierno para obtener los archivos de su caso, que en un momento incluían más de 20.000 páginas que estaban casi completamente tachadas para ocultar información declarada clasificada, incluidos los detalles de la detención de Slahi y las circunstancias de sus confesiones.
Tortura y mentiras
El clímax de la película se produce cuando ambos abogados, acusadores y defensores, obtienen los documentos que tanto tiempo buscaban. Las páginas revelan el gran secreto sobre el caso de Slahi: que había sido brutalmente torturado por ordenes directas del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.
Todos los detenidos de Guantánamo fueron sometidos a abusos, humillaciones y hostigamiento como parte de sus interrogatorios. Pero Slahi fue también expuesto durante 70 días a lo que el gobierno llamó “medidas especiales”, que incluyeron una ejecución simulada en la que lo metieron en el mar en un bote y lo amenazaron con ahogarlo.
Sus captores también construyeron el elaborado engaño de que su querida madre había sido arrestada y la estaban trasladando a Guantánamo, donde iba a ser violada por otros detenidos. Solo después de esas experiencias, Slahi comenzó a “confesar” todas las acusaciones que se le imputaban.
Hollander sabía que el gobierno no iba a querer hacer públicas las pruebas de que sus supuestas confesiones fueron obtenidas mediante tortura, y presionó con más fuerza para liberar a Slahi. Parte de ese esfuerzo incluyó la publicación de las cartas de Slahi en un libro, “Diario de Guantánamo”, que se convirtió en un éxito de ventas.
Couch decidió no procesar a Slahi porque las confesiones no iban a tener valor legal. Couch, acusado de traidor por el fiscal jefe, fue uno de varios abogados militares que renunciaron a participar en las comisiones militares por razones éticas.
El largo camino a casa
En 2010, la lucha de Hollander dio sus frutos, o eso parecía, cuando un juez federal ordenó la liberación de Slahi. Pero la administración Obama apeló, y pasarían otros seis años antes de que se le permitiera a Slahi regresar a Mauritania. Pasó un total de 14 años bajo custodia militar de Estados Unidos sin enfrentar un solo cargo criminal.
La película tiene un final feliz, con escenas de la verdadera casa de Mohamedou Slahi en Mauritania sonriendo mientras revisa las traducciones de su libro a muchos idiomas, con fotos de él y uno de los guardias, del que llegó a hacerse amigo, de visita en Mauritania.
Pero no hay final feliz en Guantánamo, donde la prisión permanece abierta. De los 779 hombres y muchachos a los que se mantuvo allí detenidos, quedan aún 40, incluidos seis que, como en el caso de Slahi, hace años que se ordenó su liberación.
Lisa Hajjar es profesora de Sociología en la Universidad de Santa Bárbara, California.
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