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Con
la llegada del verano, volvemos a asistir a los repetidos y a veces trágicos
asaltos contra las murallas alambradas de Melilla, llevados a cabo –con
sofisticadas técnicas y artimañas de asedio medieval– por disciplinadas
columnas de jóvenes subsaharianos. En otras zonas (Canarias, la isla italiana
de Lampedusa, las costas de Sicilia, de Grecia, de Chipre, de Malta y la isla
francesa de Mayotte, cerca de Madagascar), los “invasores” llegan casi
siempre a las playas de noche –cuando no zozobran–, en silenciosas
embarcaciones, como antaño lo hacían sin duda vikingos, normandos o
sarracenos.
En
Europa y en otras partes del mundo rico, muchos (entre ellos el presidente
estadounidense Donald Trump) tienden a considerar a esos “asaltantes” como
agresores, delincuentes y hasta criminales. La extrema derecha europea
reclama más mano dura para repeler a los intrusos, menos miramientos, y la
adopción urgente de medidas más radicales. Más vigilancia, más policía, más
ejército, más expulsiones... Y no siempre se pregunta: ¿por qué causas están
dispuestas esas personas a correr tantos riesgos para, en definitiva, poner,
por precio vil, al servicio de nuestro confort y nuestro alto nivel de vida,
su fuerza de trabajo?
El
África Subsahariana es una de las regiones más empobrecidas del planeta.
Con
una pobreza extrema que se explica por diversos factores. En primer lugar: la
trata de esclavos, crimen y genocidio que vació durante siglos el
subcontinente de millones de sus hombres y mujeres más jóvenes, sanos y
fornidos, obligando a comunidades enteras a vivir escondidas y aisladas en
las profundidades de la jungla, sin contacto alguno con los progresos de la
técnica y de la ciencia.
Rememorarse
también que África ha sido, hasta hace apenas unos decenios, tierra de
colonización. De una colonización impuesta por las potencias europeas a
sangre y fuego, a base de guerras, exterminios y deportaciones. Todos los
poderes locales que osaron oponerse y resistir a los conquistadores
–portugueses, holandeses, británicos, franceses, alemanes, italianos o
españoles– fueron aplastados.
En
el aspecto económico, las potencias coloniales establecieron, de modo
autoritario, una economía fundada en la exportación de materias primas hacia
la “metrópoli” y en el consumo obligatorio de productos manufacturados
producidos en Europa. De esa manera, África perdió en los dos tableros. Y esa
doble explotación, por lo esencial, no se ha modificado.
Por
ejemplo, Costa de Marfil, primer productor mundial de cacao (el 40% del
volumen mundial) nunca ha podido desarrollar una industria chocolatera
exportadora. Lo mismo se puede afirmar de Malí o Níger, dos de los
principales productores de algodón, quienes se han hallado en la
imposibilidad de montar una verdadera industria textil. Y eso porque, en
general, las excesivas tarifas aduaneras impuestas por los países
importadores ricos a los eventuales productos elaborados en el Sur arruinan
toda posible competencia con los productos fabricados en el Norte.
Los
países desarrollados quieren conservar la exclusividad de la transformación
de las materias primas, o, en el marco de la globalización liberal, aceptan
deslocalizar sus fábricas hacia China o Bangladesh, donde la mano de obra es
hábil, dócil y sobre todo barata, pero no están en absoluto dispuestas a
invertir en África, ni en desarrollar en este continente un sector industrial
importante.
La
división internacional del trabajo, efectuada en favor de los intereses de
los países del Norte, atribuye a África un papel subalterno, marginal, lo
cual impide a este continente entrar en la espiral virtuosa del desarrollo.
Las
fabulosas riquezas mineras y forestales del continente africano son vendidas
a precios de saldo, para el mayor enriquecimiento de las empresas
importadoras y transformadoras del Norte. De ese modo, no se crean empleos ni
siquiera en las industrias agroalimentarias, que es el sector básico a partir
del cual se puede edificar un verdadero desarrollo agrícola, y más tarde
industrial. Por eso también, África es el último continente que aún conoce
con regularidad crisis alimentarias y hasta hambrunas.
Esta
región del mundo, tan a menudo calificada por los medios dominantes del Norte
de “subdesarrollada”, “violenta”, “caótica” e “infernal”, no habría conocido
tal inestabilidad política – golpes de Estado militares, insurrecciones,
masacres, genocidios, guerras civiles, terrorismo yihadista–, si los países
ricos del Norte (empezando por las antiguas potencias coloniales) le hubiesen
ofrecido posibilidades de desarrollo reales en lugar de seguir explotándola. La
pobreza creciente se ha convertido en causa de desorden político, de
corrupción, de nepotismo y de inestabilidad crónica. Y esta misma
inestabilidad desalienta a los inversores, tanto locales como
internacionales. Con lo cual se cierra el círculo vicioso del laberinto de la
pobreza.
Todo
esto explica por qué hoy un (o una) joven del sur del Sahara, en plena salud
y a menudo con buena formación educativa, no desea seguir viviendo en lo que
es el calabozo del mundo. Decenas de miles, en este momento, están marchando
hacia los vados que conducen a Europa, con la esperanza de poder vivir, por
fin, una vida normal. Y quizá también con la reivindicación inconsciente de
que algo les debemos de nuestra riqueza actual.
Esto
es solo el comienzo, y no se sabe qué tipo de muros habrá que construir para
desalentar el flujo. Porque el Banco Mundial acaba de advertir de que la
bomba demográfica ya ha estallado, y que ya hay en los países pobres unos
2.500 millones de jóvenes menores de 22 años que no encuentran trabajo en sus
países. Y cuya única perspectiva es correr al asalto de las murallas de
Europa...
Para
algunos países africanos del Sahel, que están entre los Estados más pobres
del mundo, como Malí, Burkina Faso, Níger y Chad, el algodón, “oro blanco”,
representa entre un 30% y un 40% del valor de sus exportaciones. Es, por
consiguiente, un producto vital del que, en estos Estados, viven directamente
tres millones de agricultores e indirectamente más de quince millones de
personas… “El algodón está ligado a la historia de África y a la penosa
historia de la esclavitud –dice Aminata Traoré, exministra de Cultura de
Malí–, pero hoy queremos que nos ayude a liberarnos y no que nos esclavice de
nuevo”.
Estos
países pobres, en los últimos decenios, han sacrificado otras infraestructuras
y han hecho esfuerzos considerables (construcción de embalses, canales de
riego) para aumentar las superficies dedicadas al cultivo del algodón. Y hoy
se encuentran en una situación dramática porque, a pesar del bajísimo coste
de una producción realizada por campesinos pobres, el algodón africano se
vende mal a la exportación y resulta más caro que el que producen algunos
países ricos como Estados Unidos, que controla el 30% de las exportaciones
mundiales de la fibra blanca.
¿Cómo
es posible que el algodón producido a precio de oro en Norteamérica resulte
más barato que el que se cultiva a coste infrahumano en África? Sencillamente
porque Washington vierte a sus productores de algodón unas subvenciones
anuales de unos 3.000 millones de dólares… Por eso el algodón estadounidense
puede venderse en el mercado internacional a un precio inferior al de su
coste y hasta más bajo que el precio del “oro blanco” africano.
Consecuencia:
si esas subvenciones se mantienen, se producirá una catástrofe económica de
gran envergadura en esos países africanos del Sahel que ya se encuentran
entre los menos avanzados del planeta. Millones de agricultores seguirán
abandonando el campo para ir a enrolarse en los ejércitos yihadistas que
controlan gran parte del Sahel; o irán a hacinarse en los barrios de chabolas
de las periferias urbanas desde donde la miseria y el hambre empujarán a los
más atrevidos a tratar de emigrar a Europa. A bordo de cayucos hasta
Canarias, o atravesando el desierto del Sahara hasta Libia intentando después
cruzar a Italia.
Del
algodón a la patera solo hay un paso. Y aunque parezca que una cosa no tiene
que ver con la otra, los países de la Unión Europea, y entre estos los más
expuestos a la entrada de los inmigrantes clandestinos subsaharianos,
deberían insistir para que se supriman las subvenciones a las exportaciones
agrícolas, y en particular a las del algodón, que solo benefician a unos
miles de agricultores norteamericanos mientras arruinan a millones de
africanos.
Recordemos
que la actividad principal, a escala planetaria, sigue siendo la agricultura.
De todos los campesinos del mundo, apenas unos 30 millones disponen de un
tractor, 250 millones trabajan con instrumentos de tracción animal y 1.300
millones usan herramientas manuales… Esa es la dramática realidad de la
agricultura de hoy.
En
junio de 2005, para tratar la situación de África y como coartada en
dirección a la opinión pública mundial, los jefes de Estado del G-8 invitaron
a los presidentes de Sudáfrica, Argelia, Etiopía, Ghana, Senegal y Tanzania,
además de a Kofi Annan, entonces secretario general de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU). La idea de Tony Blair, primer ministro británico en
aquel momento y que presidía ese G-8, era reducir la deuda externa de los
países intermediarios, después de haber reducido la de trece países pobres de
África. También proponía aumentar la ayuda pública al desarrollo (APD) unos
25.000 millones de dólares al año durante un lustro hasta alcanzar el 0,75%
del producto nacional bruto (PNB). El presidente estadounidense George W.
Bush se opuso a ello bajo el pretexto de que África no sería capaz de
absorber tal cantidad de capitales... Sin embargo, la ayuda propuesta por
Tony Blair era inferior a lo que estaba costando entonces la guerra de Irak.
Otros observadores recordaron que Estados Unidos consintió consagrar, después
de la Segunda Guerra Mundial, no el 0,75% de su PNB, sino el 1% durante
cuatro años para ayudar a reconstruir Europa con el Plan Marshall...
Si
de verdad quisieran ayudar a África, los países ricos tendrían que tomar, con
urgencia, cinco sencillas medidas:
—
Primera, suprimir definitivamente la deuda externa africana (por cada dólar
prestado, África ya ha devuelto 1,3 dólares solo en intereses).
—
Segunda, suprimir las subvenciones a las exportaciones agrícolas que inundan,
a precios de saldo, los mercados de los países en desarrollo y destruyen la
agricultura local.
—
Tercera, abrir los mercados agrícolas de Norteamérica, de la Unión Europea y
de Japón a los productos africanos.
—
Cuarta, aceptar que los países africanos establezcan una política
proteccionista en favor de sus producciones locales tanto agrícolas como
industriales, sin que el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco
Mundial los sancione.
—
Y quinta, reorientar la investigación farmacéutica para curar las epidemias
endémicas de África (cuando hoy, el 90% de la investigación farmacéutica está
orientada a mejorar la vida del 10% de la población rica mundial).
Los
recursos abundan y existen soluciones para erradicar la pobreza en África y
en el resto del planeta; falta voluntad política. ¿Cuándo se acabará de
admitir que suprimiendo la pobreza y las injusticias, se suprimen las
principales causas del terrorismo en el mundo?
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5 de julho de 2017
O grande sonho africano
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